EL FILO DE LA PINTURA.

Juan Manuel Bonet.

En este fin de siglo, una de las 1íneas de trabajo más fecundas de la javen pintura esparola es
manifiestamente la del lirismo, Está pendiente una exposición -pero creo que Santos Amestoy anda pensando en organizarla - que reúna a algunas de las voces que se plantean las cosas en estos términos,
renovando una tradición que en nuestro caso parte de los añs cincuena (Tápies, Lucio Muñóz, Guerrero,
Zóbel, Gonzalo Chillida), y llega hasta hoy, pasando por Broto, Carlos León, Diego Moya, Juan Uslé y
compaña, pintores todos que en cl contexto del retorno al oficio de finales de los setenta se fijaron en
modelos norteamericanos expresionistas e impresionistas abstractos que se revelarían todavía
portadores de posibilidades: Motherwell, Sam Francis, Willem de Kooning, o mi admirada Joan Mitchell, que
el pasado mes de noviembre nos abandonó para siempre, tan apartadamente como vivió.
Entre esas voces renovadamente líricas de nuestra escena más reciente, Alberto Reguera, que ha
celebrado ya dos individuales en Madrid (en la desaparecida Galerla Eladio Fernández, en 1990, y
dos añs más tarde en Amparo Bárcena), aparece con una personalidad bien definida.
Un primer dato para entender esa personalidad es Segovia, la ciudad donde nació, en 1961. Ser oriundo
de Segovia, la ciudad que acoge los restos mortales de San Juan de la Cruz, la ciudad de la posada de
Antonio Machado, la ciudad natal de María Zambrano, es algo que marca. "Reguera, el castellano" lo
llamaba hace poco el poeta y crftico Marcos-Ricardo Barnatán.

Los primeros cuadros de Reguera que vi fueron los que expuso en Eladio Fernández. Me había
recomendado la visita Lucio Muñoz, que había tenido a Reguera de alumno en su taller del Círculo de Bellas
Artes. Me gustó mucho aquella primera individual, y sobre todo el que un pintor de la última hornada
lograra construir cuadros que, en relación con su paisaje natal castellano, se situaban en una relación
similar a la adoptada varias décadas antes, y con otro idioma, por un Caneja. A lo largo de los años
sucesivos, ese aspecto ha estado may presente en la pintura de Reguera, que pasó, por cierto, buena parte
de su juventud en Palencia, y que es uno de los mayores admiradores que conozco del cantor de
Tierra de Campos.

Aunque haya recorrido ya mucho mundo, Reguera
sigue volviendo una y otra vez -en esta exposición encontramos varios estupendos ejemplos de ello- a
beber en las fuentes castellanas, con todo lo que conllevan de austeridad, de rigor, de parquedad
cromática. Cielos altos, horizontes anchos, mieses en estío, le inspiran cuadros abstractos, despojados, en
los que la mayoría de las veces todo se reduce -de la ''invisibilidad de Castilla" ha hablado Francisco Pino-
a una franja horizontal blanca y a otra trigueña, o a ésta última, y a otra azul.
Un segundo dato para entender a Reguera es precisamente el contrapunto que representan sus
viajes, su asomarse al exterior. Además de montar un segundo estudio en Paris, ciudad de la pintura por
autonomasia, y de exponer ahí en varias ocasiones, él ha encontrado el modo de proyectar su obra hacia
Bruselas y hacia Amsterdam. Pero esto, que en principio podela ser tan solo un elemento anecdótico
de su biografía, ha ido traduciéndose en obra: sobre todo en la amplia y hermosa serie dedicada a canales
y parques de Amsterdam, de la que tambidén se incluyen ejemplos selectos en la presente exposición,
e impregnada de un clima de entrevisión densamente simbolista -ver al respecto lo que deje escrito en las
páginas correspondientes a Reguera del catálogo de la exposición Propuesta 92 (Círculo de Bellas Artes,
Madrid, 1991)

Frente a la referida parquedad cromática de lospaisajes castellanos, Amsterdam representa para Reguera la efusión Iírica. Esta tiene en las aguas -en los reflejos- su objeto central, y se traduce en una cierta ausencia o reducción al mínimo de la
composición, en un fluir casi automatista del pigmento, y en el diálogo de los azules nocturnos, los
blancos, los verdes, los negros, los grises, los rosas, y esos amarillos encendidos de los atarcederes, que se
adueñan de varios lienzos, y entre ellos de esa joya titulada -con Borges- El oro de los tigres.

Un tercer dato: el componente musical de esta pintura. Si la música les sirve a no pocos artistas actuales simplemente como "fondo '', en el caso de Reguera está claro que hay un constante aprender de la escucha de ciertos compositores, desde el insustituible Erik Satie hasta Steve Reich, Wim Mertens o el holandes Bart Spaan, que ha compuesto para el pintor varias piezas musicales, entre ellas su "Menina irritada", y que ha celebrado conciertos en algunas de sus exposiciones, pasando -ver The Dying Poet- por esa suerte de Lafcadio Hearn de la música que fue el composistor y romántico norteamericano Louis Moreau Gottschalk, por cuyo piano caribeño yo también siento especial devoción y cariño. La música, para Reguera, constituye una escuela de ensoñación, pero sobre todo de variación sobre un mismo tema.

Un cuarto y último dato, que los engloba y los trasciende todos: el fervor pictórico. Todo lo anteriormente referido no tendría sentido si no confluyera en el río de la pintura. De una pintura lírica, y a la vez controlada. De una pintura repetitiva -siempre el horizonte, los cielos, las aguas y un cierto fundirse de todas estas realidades-, y a la vez cargada de matices. De una pintura cuyas cualidades se aprecian tanto en los grandes formatos, en los que la pincelada se hace ancha, como en los pequeños, concentrados al máximo,

De una pintura que no rehuye los efectos de materia, de textura, pero que tampoco se reduce a ellos, porque su autor sabe los peligros que encierran. De una pintura, en definitiva, que representa la síntesis de la memoria, de la experiencia vital de este pintor lírico, síntesis realizada en términos expresionistas o si se prefiere impresionistas abstractos, pero en un plano de extrema interiorización y decantación -algo que los poetas entendemos muy bien, porque en ello, en decantar, en poder en quedarse con lo esencial y en dejarlo rodeado de silencio, reside el secreto de la palabra poética. Pero el pintor, hoy, se confiesa "vaciado de paisajes ", y sueña, en su "Castilto interior", ante el "Atlas", en un "Imaginario continente" -estos tres títulos corresponden a cuadros suyos últimos. Y lo más probable es que se encuentre en el umbral de una nueva etapa.

Juan Manuel Bonet.

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REGUERA, EL CASTELLANO.


Marcos-Ricardo Barnatán.

(Prólogo de la exposición Colectiva en el Museo Van Oss. 1992. Holanda. Comisario: Willen Van Liesitout).

Albero Reguera es un joven pintor español que reparte su trabajo entre sus estudios de Madrid y París. Una vieja tradición española de acercarse al centro de Europa que se repite una vez más, que se renueva en él una vez más. Su obra ha crecido con vigor durante los últimos años y su nombre está ya entre los más respetados y reconocidos de su generación, una generación formada durante la década de los ochenta pero que indefectíblemente será llamada la generación de los noventa.
Pintor de aliento universal, con una clara vocación universalista, sus paisajes abstractos han hecho muchas veces referencia a parajes holandeses y como buen castellano ha estado también obsesionado por los canales y por el agua, esa ausencia que significa a la meseta española. Pero esta vez presenta una serie de obras en las que protagoniza su mirada las tierras de Castilla, paisajes que conoce y que siente con esa fuerza inexplicable pero verdadera que se esconde en lo ancestral, y que nos explica a los que no hemos nacido en esa compañía con los lenguajes intelectuales más nobles.

 


Para ello Reguera recurre al austero espíritu literario de Miguel Delibes, el mejor de los escritores vivos de la Castilla fundacional de nuestro idioma, y al espíritu pictórico del maestro Caneja, el artista completo que pintó el paisaje castellano con los ojos del alma.
Con el apoyo de esas referencias espirituales Reguera construye su vigorosa "Mañana en Castilla" o su "Mediodía castellano", un díptico ejemplar en el que se combina con equilibrio dos colores muy poderosos en dos zonas muy intensas del paisaje que se logra evocar: poderío del azul aéreo y poderío del amarillo cereal. Y bajo esa misma benéfica construcción transita los "Infinitos caminos", que suelen ser ardientes caminos de "estío", los caminos del artista que vuelve la mirada a su tierra de regreso, tras haber transitado caminos extranjeros. Hay en ese regreso, en ese reencuentro con lo germinal, un reencuentro con él mismo que en lugar de separarlo lo completa y lo enriquece.
Al Reguera cosmopolita que puede emocionarse y emocionarnos con los verdes y los violetas exhuberantes, le acompaña este Reguera, el castellano, que no renuncia a mirar y a mostrar con su luz intensa las tierras y los cielos de un territorio que no escatima mágias.

Marcos-Ricardo Barnatán.
Madrid, julio de 1992.