Fotico

Abrazar lo Visible.

Cada vez que contemplo los cuadros de Alberto Reguera vuelve a sorprenderme la eficacia de la vieja magia, el sortilegio mediante el cual una tela manchada, con su peso y su textura, puede convertirse de pronto en espacio, en aire.

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  • Autor:
  • Guillermo Solana

Cada vez que contemplo los cuadros de Alberto Reguera vuelve a sorprenderme la eficacia de la vieja magia, el sortilegio mediante el cual una tela manchada, con su peso y su textura, puede convertirse de pronto en espacio, en aire. Una superficie material, de una materialidad tan indudable que podemos tocarla con la mano, se desvanece de pronto para revelarnos una lejanía, un horizonte remoto, inalcanzable. La costra de pigmento, esa pasta aparentemente inerte, se vuelve traslúcida, como una cortina a través de la cual se filtra el resplandor.

El oro, la plata, el cobre que Reguera usa con cierta frecuencia tiende a acentuar ese efecto: miro el cuadro y me parece opaco, pero al cambiar de punto de vista, relumbra en él un destello. Todas estas sugerencias de espacio y de luz no son algo añadido, superpuesto a la pintura, sino algo que emana de las manipulaciones de la materia. Durante veinte años, Reguera se ha mantenido fiel a las operaciones de la pintura, indagando los barridos y restregados, las veladuras de color y las lluvias de pigmentos , y de ahí, como sin proponérselo , ha ido surgiendo la ilusión de un mundo. Mientras otros artistas de su generación abandonaban la pintura para refugiarse en la fotografa o en las instalaciones, o seguían pintando sin convicción, disfrazando la pintura bajo formas híbridas, Reguera es uno de los pocos que ha continuado obstinadamente la vieja alquimia, recreando con ella el mundo.

“Los cuadros de Reguera nos muestran a veces tierra y cielo como dos espejos enfrentados.”

— Guillermo Solana

Se ha dicho muchas veces que la intimidad entre pintura y naturaleza se volvió imposible después del impresionismo, que la gran audacia del arte moderno fue asumir una escisión inevitable y emprender un nuevo camino de espaldas a la realidad visible. Pero todo esto es una leyenda sin fundamento. Podria sostenerse incluso que no hay pintura digna de este nombre sin una correspondencia evidente o secreta con la naturaleza. En un ensayo titulado "On the Role of Nature in Modernist Painting", publicado en 1949 y reeditado con ciertas correcciones en su antología Art and Culture, Clement Greenberg hacía una afirmación que podría parecer sorprendente en un defensor, como era él, de la pintura abstracta. Greenberg sostenía allí que los mejores pintores modernos, como Picasso y Braque, Leger y Klee, nunca habían abandonado la naturaleza como fuente de inspiración; se atrevía a sostener que incluso los pintores abstractos seguian teniendo en la naturaleza el punto de partida de su creación. La rigurosa unidad del plano pictórico que busca el pintor abstracto, decía, es un reflejo de la unidad de nuestro campo visual. El cuadro abstracto sería una imagen del espacio como totalidad, of "space as a total object".

Al definir así la pintura abstracta, Greenberg coincidía en el fondo con la experiencia de los grandes pintores de paisajes. La intuición central del paisajista, en Oriente y en Occidente, ha sido la capacidad de la visón para aprehender el espacio como totalidad, para captar la unid ad cósmica. En Europa, ese descubrimiento se formuló quizá por primera vez en el romanticismo. En un ensayo muy breve titulado "Algo sobre la pintura de paisajes" (Etwas über Landschaftsmalerei), publicado en 1808, el filósofo romántico alemán Adam Müller interpretaba la pintura de paisaje a partir de este principio: "Dondequiera que el hombre vaya, su ojo está hecho de tal modo que debe abarcar el elemento celeste y el elemento terrestre con una sola mirada" (Uberall nämlich, wo der Mensch wandelt, ist sein Auge so gestellt, dass er das himmlische und irdische Element mit einem Blicke auffassen muss"). Las cosas que están más cerca de mí, mis propias manos, la silla donde me siento, las paredes de este cuarto, todo ello es sólido y tangible, esencialmente distinto del aire, ese fluido informe y sutil. Nada me parece más seguro que la diferencia entre los cuerpos y el espacio que los contiene. Pero si miro por la ventana, si levanto la vista hacia la lejanía (y la pintura de paisaje esta hecha siempre de lejanías), veré desdibujarse los contornos de las cosas, suavizandose hasta desaparecer, fundirse los colores unos con otros, hasta el punto de que materia y éter, tierra y cielo se vean confundidos. En toda visón profunda de la naturaleza, cielo y tierra intercambian sus cualidades con una extrema familiaridad. Y ese intercambio, decia Müller, se verifica sobre todo mediante dos elementos: las nubes y el agua. En las nubes, el aire pierde su transparencia, se enturbia y adquiere una masa casi tangible: el cielo se torna terrestre. En la superficie del agua, en un lago o en el mar, se refleja el cielo: la tierra se apropia de su levedad y se vuelve celeste.

Por eso las nubes y el agua han sido los grandes temas, las obsesiones más constantes de la tradición de la pintura de paisaje. Los pintores chinos de la época Song, en el siglo XII, ya sabían que las nubes pueden volverse tan pesadas como montanas, y Ruisdael o Constable volverían a ensenarnos esa lección en sus inmensos cielos. En su libro Parables of sun light, Rudolf Arnheim observa que "it has been a boon to the landscape painters that cumulus clouds look so heavy. They have helped to add visual weight to the upper half of pictures that would look badly unbalanced otherwise." El agua ha sido el otro elemento esencial de la pintura de paisaje, hasta el extremo de un Turner o un Monet.

Durante las últimas décadas de su vida, en el jardín de Giverny, Monet creó la larga serie de sus Nymphéas, donde las plantas flotantes, la transparencia del fondo y los reflejos de los sauces y el azul del cielo se entretejen de modo que ya no sabemos distinguir lo sólido de lo etéreo, lo real de lo ilusorio. Reguera recrea esa sensación en "Naturalezas flotantes", cuya caída vertical de pigmentos verdes sugiere el reflejo de la vegetacón en un estanque, mientras que las incrustaciones de pintura evocan la vibración de la superficie del agua.

Una neblina y un lago bastan para suspender nuestra percepción habitual. El Obermann de Sénancour tuvo esa revelación única en uno de sus paseos por los Alpes, una tarde que estaba sentado bajo los pinos del Jorat, contemplando el paisaje: "Tout paraissait fixe, éclairé, immobile; et dans un moment oú je levai les yeux aprés les avoir tenu longtemps arretés sur la mousse qui me portait, j'eus une illusion imposante que mon état de reverie prolongea. La pente rapide qui s'étendait jusqu'au lac se trouvait cachée pour moi sur le tertre oú j'étais assis; et la surface du lac trèsinclirée semblait élever dans les airs sa rive opposée. Des vapeurs voilaient en partie les Alpes de Savoie confondues avec elles et revetues des memes teintes.

La lumière du couchant et le vague de l' air dams les profondeurs du Valais élevèrent ces montagnes et les séparèrent de la terre, en rendant leurs extrémités indiscernables; et leur colosse sans forme, sans couleur, sombre et neigeux, éclairé et comme invisible, ne me parut qu'un amas de nuées orageuses suspendues dans l'espace: ii n'était plus d'autre terre que celle qui me soutenait sur le vide, seul, dans limmensité. " He recordado esa experiencia de Obermann al contemplar un cuadro de Reguera, "Instantáneas románticas": esa forma azul que surge entre la niebla, sobre el agua, podría ser una nube oscura o una montaña elevada y suspendida mágicamente en el aire. Con esa forma, al propio espectador se siente como si flotara ingrávido. Al trocar sus papeles el cielo y la tierra, no sólo desaparecen las fronteras entre los elementos, sino esa otra frontera, más fundamental, entre el yo y la naturaleza.

Los cuadros de Reguera nos muestran a veces tierra y cielo como dos espejos enfrentados. En "Una extraña luz", una insólita nube negra parecida a un cometa atraviesa el cielo, y en el suelo, una sombra oscura la sigue. A veces, cielo y tierra apenas pueden distinguirse, porque son de la misma sustancia cromatica, como sucede en "Lontano", dividida sólo por un horizonte color de cobre. Otras veces ya no queda ni rastro de horizonte, y se produce una metamorfosis aún más sorprendente. Mientras contemplamos el cuadro "Violento amanecer", lo que parecía un firmamento incendiado se transforma en un vasto campo de trigo de Castilla o en un desierto de interminables dunas. "lluminados fragmentos acuáticos" puede ser un cielo inundado de sol, o también, como sugiere el título, la luz solar reflejada en la superficie del agua. Todo es inestable, cambiante, y cada cuadro contiene muchos paisajes posibles. Lo único cierto es la totalidad cósmica que las pinturas comunican, y el sentimiento oceánico de perdernos en esa totalidad, de abrazar todo cl universo visible.